Mientras el imperio alcanzaba su mayor esplendor, precisamente cuando Augusto y Tiberio echaban las bases de su organización definitiva y ofrecían al mundo el espectáculo de una hegemonía indiscutida, se originó en Palestina un movimiento religioso destinado a tener intensas consecuencias. En el seno de la comunidad judía, y siguiendo las huellas de los más nobles profetas, un predicador llamado Jesús comenzó a enseñar una nueva doctrina moral y religiosa, que, emanando de las viejas creencias, las depuraba y enaltecía.
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