domingo, 20 de enero de 2013

PEDAGOGÍA - Educación moderna

¿Qué queremos decir cuando pronunciamos este nombre? Todos los días a las ocho de la mañana
penetra en la escuela el niño que ha de ser sometido a la operación educadora. Al realizar esta
tarea, ¿sabemos con precisión cuándo nuestra labor está todavía dentro de ese espacio de ideas, de
normas, de prejuicios, que forman el viejo mundo de la vieja escuela, y cuándo traspasamos sus
fronteras para instalarnos en el de la escuela moderna? En suma, ¿dónde empieza y dónde acaba
lo moderno en educación? ¿Cuáles son sus límites? Definir una cosa es separarla de otra, fijar sus
linderos. Pues bien, al entrar en una escuela, ¿podríamos clasificar cada una de las actividades
como perteneciendo a uno de estos dos mundos? ¿Podríamos poner un muro, aunque fuese de
aire, como en el jardín de Virgilio, que los separe?
La vieja educación se contentaba con inyectar en el alma del alumno unos cuantos conocimientos,
muy pocos: leer, escribir y contar. Su disciplina era la bárbara disciplina de "la letra con sangre
entra". Su enseñanza era memorística. Y el maestro era aquel hombre a quien la rutina de la labor
había secado la fuente de toda emoción creadora. La educación moderna, en cambio, se nos dice,
es aquella que pretende dar una educación científica, una enseñanza práctica de tipo experimental
—"hechos, hechos y no palabras"— que sólo admite lo que puede ser comprobado y lo que
prepara al hombre para la vida. El niño merece la máxima reverencia y la maestra ha de esforzarse
en hallar los caminos para que la labor del alumno no resulte dolorosa. El método esencial de la
educación moderna es el método que obre el milagro —como tal irrealizable en la escuela— de
enseñar deleitando.
Cuando al terminar el siglo XIX piden los pedagogos un tipo de educación moderna, piden algo
muy claro y preciso. Piden una escuela inspirada en principios científicos de tipo experimental,
que halle su fundamento en la filosofía positivista y triunfe, con sus laboratorios y sus técnicas, de
los viejos prejuicios que ha dejado en pie, sin destruirlos, la vieja educación.
Piden al maestro que inyecte en el alumno un recio contenido intelectual que le sirva para su labor
en la vida. La escuela no tiene por qué estar henchida de palabras vagas y confusas sin el más
menudo valor. Lo importante es que los jóvenes aprendan, que redacten una carta comercial, que
escriban una letra de cambio, que calculen rápidamente y sepan todas las asignaturas del
programa escolar. No se trata de formar al hombre en abstracto, sino al especialista de su tarea, al
obrero que trabajará en la fábrica, al capataz que trabajará en la mina, al muchacho que puede ser
mañana empleado en una oficina o en un banco. Las mejores escuelas serán las que preparen a los
alumnos para estos menesteres concretos. El ideal educador será el ideal que se inspire en el
propósito de que el educando conozca y domine las fuerzas de la naturaleza descubiertas por la
ciencia experimental.
Los que orientan el pensamiento llamado moderno del siglo XIX quieren que las escuelas sean
escuelas realistas, de tipo técnico, cuyo valor se mida por su eficacia comprobada, quieren que su
alumno, como Gargantúa, estudie mucho, trabaje mucho, se divierta mucho, goce de la vida y
sepa hacer frente a
ésta con serenidad en las horas difíciles. Pero con esta diferencia; Rabelais
empieza por exigir a su discípulo que éste aprenda los idiomas perfectamente; primero, el griego,
como Quintiliano lo poseía; en segundo término, el latín, y después el hebreo, por medio de las
Escrituras. Y, asimismo, el caldeo y el árabe; y que el muchacho construya su estilo, en griego, a
imitación de Platón, y en latín según Cicerón. Que no exista historia que no tenga pronta en su
memoria; y para ayudarle en esto, los libros de cosmografía le serán, pues, muy útiles.
No; la educación moderna del siglo XIX excluye, por definición, los estudios clásicos y pide un
contenido puramente científico. Hacia el año 1860 decía TOMAS HUXLEY: "Día llegará en que los
ingleses citarán este tipo de educación —la educación clásica— como ejemplo de la estupidez de
los maestros de este siglo. El pueblo más comerciante del mundo, el mejor colonizador de la tierra,
el más esforzado y aventurero que ha habido jamás, lo forma la clase media de este país. Si hay un
pueblo cuya prosperidad dependa absoluta y totalmente del dominio de las fuerzas de la
naturaleza y de su inteligente comprensión, es, precisamente, el pueblo inglés. Y, no obstante, este
pueblo gasta mil o dos mil libras de su dinero, tan duramente ganado, en enviar durante doce
años a sus hijos a la escuela. Allí trabajan o se supone que trabajan, pero no aprenden una sola
cosa de aquello que necesitan saber cuando salen de la escuela para ingresar a la vida".
Sin embargo, durante algún tiempo, el conflicto entre las dos tendencias —la filosófica, que
representa la educación clásica y la moderna, que representa la educación científica— se mantuvo
en pie. La primera afirma el valor de la educación como disciplina, esfuerzo, método, ordenación
sistemática, rigor y precisión mental. Lo importante no es el contenido, lo enseñado, sino el
proceso que la mente hace para adquirirlo: El cómo y no el qué.
La segunda mantiene el valor del contenido intelectual como esencial a la educación y pretende
que ese contenido se refiera principalmente a los fenómenos de la naturaleza: hontanar de donde
brota toda la verdad y el progreso social. Por consiguiente, la educación moderna exige un cambio
total en el plan de enseñanza. Las lenguas clásicas serán sustituidas por las lenguas modernas: la
gramática desaparece; la historia y la literatura pasan a segundo plano y ocupan el primero la
física, la química y la historia natural.
Según SPENCER, el conocimiento que tiene más valor en la educación no es el que más vale en sí
mismo, ni el que más capacita o mejor contribuye a formar una mente clara, sino aquel que exige
la vida actual. El contenido se define y se valora por su utilidad práctica, por su aplicación a las
necesidades de la vida cotidiana. No puede ser de otro modo, dicen los propulsores de la
educación moderna.
La vida, que es mutación constante, cambia a cada minuto que pasa y con ella cambia la cultura
que la vida va creando en su fluir perenne. La de hoy es distinta a la de hace un siglo. Se ha
desarrollado una nueva literatura. Se han descubierto nuevas ciencias. No se ha creado nada,
ciertamente —nada se crea ni se destruye—, pero se ha inventado mucho. La educación tiene que
beneficiarse de estos inventos; la escuela tiene que enriquecerse con ellos. Por sus rendijas, aunque
trate de impedirlo, entra el aire renovador de los tiempos nuevos. La escuela tiene que dejar de ser,
de una vez para siempre, el lugar de ocio que era para los griegos, donde el muchacho iba a
meditar, a reflexionar, a dialogar, a discutir. Y tiene que convertirse, ha de convertirse, en un
recinto donde el saber no surge de la contemplación, sino que se adquiere por su relación directa
con la vida.
La cuestión principal de la educación, su problema más urgente, es determinar qué conocimientos
son los más importantes. De la totalidad de la cultura, ¿qué trozo debo seleccionar para que pueda
ser inyectado en el alma del alumno? Spencer da una respuesta categórica estableciendo un orden
de conocimientos regido y regulado por el concepto de utilidad. Lo que afecta directamente a la
conducta, mejora la vida, beneficia al individuo y es útil a la sociedad; lo que no sirve para
satisfacer las necesidades inmediatas del hombre es, sin más, inútil. Así esboza una pedagogía
pragmática.
Hay que sacrificar o relegar al último término la literatura y el arte. Hay que sacrificarlas, entre
otras razones, porque han sido hasta ahora privilegio de unos cuantos, de los elegidos. En este
concepto de lo útil que informa la moral spenceriana, alienta un sentimiento de simpatía hacia las
multitudes que habían sido desatendidas o menospreciadas. La masa, el pueblo, y no el hombre,
es ahora el sujeto de la educación; y el contenido de la enseñanza que este pueblo requiere está
constituido por las ciencias naturales, que pasan a primer término, mientras que las lenguas
clásicas y las disciplinas humanistas, base capital de la antigua escuela, tienden a desaparecer.
En suma: la Pedagogía moderna del siglo XIX pide una fundamentación científica en su labor y no
admite otros postulados, otras verdades, que aquellos que pueden ser comprobados por la
experiencia.
El mundo de la ilusión, el de la fe, ese impulso misterioso e ignoto que hace del hombre el
compañero de viaje de las estrellas, no existe, y si por azar brota, debe ser eliminado, negado,
triturado, deshecho. La interpretación materialista de la historia, con su fundamentación filosófica
positivista, penetra por las rendijas del recinto escolar. La ciencia triunfa con estruendo sobre la
metafísica, sobre la fe, sobre todos los idea- les que han sustentado al hombre en su peregrinación
por el mundo.

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