martes, 16 de junio de 2015

PREHISTORIA - El Período Paleolítico

MANERAS DE VIDA EN EL PERIODO PALEOLITICO La misma extensión del Paleolítico permite al hombre vivir, alternativamente, durante él en climas diferentes. Suave y agradable durante los dos primeros períodos —prechelense y chelense—, permitió que el hombre del Paleolítico inferior pudiese vivir al aire libre, durmiendo bajo el amplio manto del cielo, en el blando lecho arenoso de las márgenes de los ríos, a los que bajaba para abrevar, o al pie de las grandes peñas, que le protegían de los vientos e impedían, al menos parcialmente, el ataque sorpresivo de las fieras. Esta somera protección era completada, cada noche, con algunas precauciones adicionales: posiblemente arrancaba los arbustos y malezas vecinas, para impedir que sirvieran de escondrijo a las bestias dañinas o —insuperable ayuda, abrigo y defensa—encendía fuego para ahuyentarlas con la claridad y el resplandor. En efecto, el hallazgo de la manera de encender voluntariamente el fuego es una de las conquistas más preciadas de este período auroral, acaso la más importante de todas, sobre todo por sus consecuencias de algo más tarde, cuando el clima cambia y comienza a tornarse frígido, especialmente en las noches. El fuego no sólo ahuyenta los temibles terrores nocturnos, tan justificados cuando la noche se tiende sobre la tierra y las fieras avanzan con paso sigiloso y colmillo asesino en busca del hombre indefenso, sino que procura el calor bienhechor. Algo después el hombre aprenderá a cocinar sus comidas; más tarde a conservarlas, curando las carnes por medio del humo. Pero sólo en el Neolítico —después de millares de años de saber producir el fuego a voluntad— discierne el poder solidificador del horno sobre la arcilla fresca, y crea la cerámica. Y sólo millares de años más tarde, sabrá hacer hornos capaces de alcanzar el punto de fusión de los metales y logrará otro gran paso en su avance cultural. Entre tanto el Paleolítico sigue su curso. El frío arrecia, obligando al hombre a disputar a las fieras la posesión de las cavernas. Gracias a sus míseras armas de piedra —y acaso al fuego— consigue expulsar de ellas a los grandes felinos y plantígrados, al tigre y al oso de las cavernas. A veces los mata y los devora, a juzgar por la profusión de restos de estos animales que en algunos de estos refugios se encuentran. Y, finalmente, los exorciza, pintándolos en las paredes (como lo veremos, por menudo, al tratar del arte prehistórico). En ese entonces el hombre es esencialmente cazador y recolector. Caza los animales mayores — mamut, elefantes, hipopótamos y rinocerontes—, ante los cuales sus armas líticas carecen de poder, por medio de trampas, hechas cerca de los lugares de abrevadero. Los ciervos, renos, caballos, jabalíes, búfalos y toros eran cercados, asustados e impulsados a huir hacia valles estrechos en donde los mejores cazadores se apostaban de antemano. Acaso consiguiera, también, realizar cacerías por sorpresa, merced al perfecto conocimiento de las costumbres de los animales y a una gran astucia y paciencia, como la que despliegan aun hoy, en parecido trance, algunos aborígenes de Africa y América. Pudiera ser que redes, lazos u otros artificios semejantes comenzaran a usarse en estos lejanos tiempos. Naturalmente, los animales más jóvenes, por su confianza y falta de experiencia, los menos diestros para huir con rapidez, como los muy viejos, cansados o enfermos, o las hembras en estado de preñez o con cría al pie, resultaban las víctimas más frecuentes. Era el resultado natural, correspondiente a la incesante lucha por la vida, que rige en todas las manifestaciones de la naturaleza, con la correlativa supervivencia de los más aptos y los mejor dotados. De ahí que estas hordas de cazadores no siempre lograran las mejores presas para alimentarse. Otro tanto ocurría en otras manifestaciones de la actividad del hombre. Grupos armados chocaban entre sí, en lucha ardiente, de algunas de las cuales nos han quedado (en la región de España) muy curiosas y antiquísimas pruebas iconográficas. Los viejos, las mujeres y los niños debieron de constituir la propiedad del vencedor, las víctimas y el botín del triunfo. La vida cotidiana, totalmente errante al comienzo del Paleolítico, no debió de lograr, seguramente, la sedentarización perfecta ni aun más tarde, dentro del período, pese a la frigidez del clima. El nomadismo es la regla en la vida rústica del cazador y recolector, necesitado de seguir su presa y de abandonar los predios en los que los animales, extinguidos o escarmentados, han muerto o han huido. Sollas muestra, en una hipótesis atrevida, cada vez más confirmada, hasta dónde lleva al hombre paleolítico del occidente europeo esta necesidad de seguir tras la huella de los renos.
CAZA DE CIERVOS. Se halla en la cueva de la Vieja (Alpera, España).

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