sábado, 22 de agosto de 2015

HISTORIA ANTIGUA - La época de Augusto

LA POLITICA INTERIOR, ROMANIZADORA, Y LA POLITICA EXTERIOR El principal mérito de Augusto ante los ojos de sus contemporáneos fue el restablecimiento de la paz. Tras largos años de lucha civil, los romanos ansiaban la tranquilidad a cualquier precio y no tuvieron inconveniente ya en enajenar una parte de sus derechos políticos con tal de lograrla. Augusto la aseguró con firmeza y energía, y en las provincias especialmente, las consecuencias fueron notables. La administración fue más honesta y las actividades productivas fueron protegidas y estimuladas por el Estado romano, que, al mismo tiempo, organizó el régimen municipal para dar cierta participación a los provinciales en el gobierno local. También merecieron su atención los impuestos, que hizo cobrar directamente y de manera más justa de acuerdo con las posibilidades económicas de cada región. Como administrador, Augusto mostró una extremada habilidad y echó las bases de un sistema que duró largo tiempo dando excelentes resultados. Políticamente, su destreza para el manejo de los hombres le permitió realizar el tránsito entre la antigua y la nueva forma de gobierno sin suscitar mayores resistencias. Supo contener cuantos intentos se insinuaron de restaurar el régimen antiguo y logró incorporar al mecanismo estatal a los sectores económicos y sociales más significativos; especialmente a los ricos, con los cuales reemplazó los restos de la antigua nobleza republicana que aun quedaban en el Senado. Así, cuando murió, el Estado había sufrido una total modificación no sólo en sus mecanismos administrativos y políticos, sino también en las fuerzas humanas que lo tonificaban y lo movían. Conservador por temperamento, Augusto advirtió el peligro que corría el imperio si el Estado no realizaba una labor de romanización de las distintas comarcas sometidas a su autoridad. Para lograrlo, comenzó por estimular el retorno a las antiguas costumbres en Italia, porque veía en ella el núcleo de donde debían irradiar los principios unificadores. Combatió el lujo, las formas exóticas de religiosidad, los hábitos y costumbres provenientes del Oriente y Grecia, todo aquello, en fin, que se opusiera a las tradiciones romanas. Siguiendo la misma política, se preocupó por llevar a las provincias esas mismas tradiciones y costumbres, tratando de que en ellas se produjera, lentamente, su asimilación. Así, vio en los campamentos militares y en las colonias de ciudadanos romanos los instrumentos para la romanización, cuya labor se complementaba con la difusión de los cultos oficiales de Roma y, especialmente, el culto del emperador, alrededor del cual quiso crear el vínculo de unión entre tantas y tan distintas regiones como poseía el imperio. Augusto no era, por temperamento, hombre propenso a las grandes aventuras militares; sin embargo, es posible que pensara en un principio en la posibilidad de acrecentar sus territorios, especialmente aquellos que podían considerarse, por la naturaleza de sus pobladores, como una amenaza para la seguridad de las fronteras. Quiso, por eso, conquistar la Germania; el año 9 a. de J. C., una poderosa fuerza romana al mando de Druso y Tiberio había logrado introducirse más allá del Rin, pero los germanos prepararon una emboscada y aniquilaron completamente, en la selva de Teutoburgo, dos legiones comandadas por el general Varo. Este desastre, así como la grave insurrección de las provincias del alto Danubio, orientó definitivamente su política militar, que desde entonces fue estrictamente defensiva. Durante su largo gobierno, Augusto reorganizó el ejército y dio cabida en él a los provinciales; luego distribuyó las legiones a lo largo de las fronteras, y fortificó las líneas utilizando los recursos naturales cuando era posible; a veces consideró imprescindible, para ese fin, emprender la conquista de algunas zonas con cuyo dominio podía alcanzarse un obstáculo natural de importancia para el sistema defensivo; otras, formó nutridas colonias militares que defendían la retaguardia de las fuerzas avanzadas; así, en cada caso, pudo lograr la mayor seguridad para el imperio que, en general, quedó protegido por los ríos Rin, Danubio y Eufrates y por los desiertos de Arabia y Sahara.

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