domingo, 27 de julio de 2014

PREHISTORIA - El descubrimiento de los metales

LA EDAD DEL HIERRO Sería inútil querer buscar una fecha que permita señalar el momento preciso en que se opera el paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro. Hemos visto la multiplicidad de las culturas del bronce y cómo ellas se producen, en fechas distintas, aun para regiones muy cercanas las unas de las otras. Evoluciones locales, en unos casos, migraciones de pueblos poseedores de los secretos de esa técnica, en otros, dan como resultado ese cuadro movido y a veces casi imprevisible de las culturas del bronce. Cosa análoga ocurre al hacer su aparición el descubrimiento del empleo del hierro. Los hombres de los finales de la Edad del Bronce habitan, preferentemente, túmulos o entierran en ellos a sus muertos. En uno u otro caso, los excavadores modernos llegan a encontrar en los yacimientos la tímida aparición de objetos del nuevo metal íntimamente ligados al antiguo ajuar de bronce. Las características propias de este material le asignaban, desde luego, un empleo preferente en relación a las armas. Un buen repertorio de ellas aparece, efectivamente, desde esas lejanas épocas. Se trata de espadas (que pueden ser largas o cortas), puñales, lanzas, arcos y flechas. Estos objetos, originariamente muy simples, se van diversificando con el tiempo, cuando la inventiva local se ha desarrollado suficientemente. Así aparecen puñales cuyo puño está provisto de antenas y de un pomo cónico muy típico. La rareza del nuevo material empleado comunica a estas armas un gran valor. De ahí que no se la emplee habitualmente para jabalinas u otras armas arrojadizas. Se usa tan sólo para aquellas que no deben abandonar la mano de su dueño. En cuanto a las formas (y salvo las pequeñas modificaciones posteriores que ya hemos empezado a apuntar), repiten preferentemente las de los objetos anteriormente hechos de bronce. Pasa con ello algo parecido a lo que ocurrió durante el período de transición de la piedra pulida al empleo del bronce mismo, en el cual las hachas y otros objetos del nuevo material metálico no hacían sino calcar los viejos tipos líticos. Hemos visto que en la cuenca del Mediterráneo es donde ha llegado a más alto esplendor la Edad del Bronce. No es extraño pues, que las piezas de hierro copien a las del período anterior procedentes de cualquiera de las culturas mediterráneas y, preferentemente, a las de la Europa meridional, cuyos modelos están más a la mano y son más abundantemente difundidos. Como ocurrió en su momento con el sílex y luego con el bronce, el hierro fue objeto de un comercio intenso, que transportó los objetos elaborados con él hasta lugares bien distantes de los de su original procedencia. Este comercio comprende no sólo las armas, sino también, algo más tarde, objetos del instrumental suntuario y funerario: vasos y otros objetos, fabricados con hierro, en Bélgica o en Francia, tanto como en Alemania o Checoeslovaquia. Su similitud es absoluta; lo que prueba el tráfico desde un centro común. A la vez que la aparición del hierro se produce una intensificación del lujo y del deseo de mayores comodidades y belleza para la vida diaria. La batería de cocina, por ejemplo, se hace más numerosa y diversa. Grandes cacerolas de bronce se encuentran junto a parrillas y a enormes horquillas, con las que se podría ensartar una res entera, destinadas a cocinar viandas abundantes para banquetes generosos. La cerámica también se diversifica. Nuevas formas y ornamentaciones tipifican, localmente, las diversas culturas. Como decoración, hombres y animales aparecen estilizados, generalmente en forma un poco ruda. Más fina (así como más abundante) es la decoración geometrizante e incisa. Pero tanto les vasos de este tipo como los pintados reciben un engobe protector, que abrillanta sus paredes. Otro material que se aprovecha intensamente es el vidrio, que no sólo se emplea para la fabricación de vasos y copas de diversos tipos, sino que en ocasiones suele hasta colorearse por zonas, acrecentando con ello su natural belleza. También de vidrio coloreado se hacen los collares, que suelen acompañar, en los ajuares funerarios, a sus similares de metal, de ámbar, de nácar, de marfil o de coral. Ese afán de embellecer la vida, que parece ser uno de los rasgos generales distintivos de esta gran etapa cultural, se advierte claramente en el abundante empleo del oro. Con él se hacen gran número de objetos de adorno individual, tales como los susodichos collares, brazaletes, aros, anillos, agujas para prender ropas, placas pectorales y hasta vasos diversos, para el ornato de la mesa de los más favorecidos. Este abundante empleo del metal áureo se ratifica por su incorporación al mobiliario familiar. Además, para realzar su esplendor, todos los objetos de oro presentan finísimas ornamentaciones grabadas, que unas veces representan seres humanos o animales y otras meras figuraciones geometrizantes —posiblemente, en muchos casos, resultado de la estilización excesiva de aquellas representaciones naturales—, y otras, signos que suponemos poseyeron un sentido religioso que hoy se nos escapa. Así, la rueda, la svástica y el disco solar, signo —posiblemente— este último de la existencia de cultos heliolátricos. Para ese entonces ya el hombre ha logrado la perfecta domesticidad y empleo del caballa como animal de arrastre. No sólo nos lo muestran los vasos con sus figuraciones, sino que también hallamos la prueba directa en los yacimientos arqueológicos, donde es abundante el hallazgo de frenos y trozos de antiguos carros y, excepcionalmente el encuentro de algunos de ellos enteros.

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