domingo, 24 de febrero de 2013

PEDAGOGÍA - Etapas fundamentales de la educación

ORIENTACION POSESCOLAR
Si la labor de la educación terminara justamente con el ciclo escolar, pocos serían los resultados
positivos que se obtendrían. No basta que la escuela despierte aptitudes, provea de nociones
fundamentales para enfrentar la vida: es necesario —ante la complejidad de la técnica moderna—
que ayude a dar los primeros pasos en el campo de la acción social. El joven que abandona la
escuela primaria o las aulas secundarias semeja un robusto retoño de roble: podrá ser orgullo del
bosque, pero la rectitud de su tronco, el desarrollo del ramaje, dependen en gran parte de los
cuidados posteriores a su salida del criadero. Aunque grosera, la comparación es justa. Las
aptitudes han sido creadas, las inclinaciones se despertaron, pero es necesario que el joven
encuentre terreno propicio para su aplicación.
El gran problema que plantea la terminación del ciclo escolar es: ¿qué haré? Los oficios son
diversos, las profesiones también; unos más remunerativos que otros, pero ante todo —y en los
más solicitados— la competencia crea problemas muchas veces insolubles. Entonces comienzan
las decepciones; uno quiso ser mecánico y después de meses e incluso años de aprendizaje
descubrió que sus aptitudes eran negativas, y si en su empecinamiento persistió, sólo llegó a
convertirse en un mal obrero; otro quiso ser profesional, ingresó en la universidad, con mayores o
menores tropiezos obtuvo un título, y he aquí que sus intereses se manifestaron extraños a la
carrera seguida: fue, por ejemplo, un mal médico, y en el mejor de los casos un burócrata más.
Estas vocaciones equivocadas forman legión, y el problema que plantean escapa a los estrechos
límites del individuo considerado aisladamente, para constituirse en problema social.
Malos obreros estancan el progreso de la industria, malos profesionales gravitan sobre los
presupuestos y son un peligro para el bienestar social. Hasta ahora el problema universitario ha
sido grave: la presión familiar o las ansias de una pronta carrera llenan los cursos de algunas
facultades. Lo esencial es el doctorado, y esa palabra, doctor, antepuesta al nombre, es para
muchísima gente un espejismo en cuyas aras sacrifican todo. ¿Es acaso el título el verdadero
índice de una capacidad? De ninguna manera; "los títulos —decía Sarmiento—no acortan las
orejas", y sólo acreditan un mínimo de estudios que permiten afrontar las más perentorias
obligaciones de una profesión. El fetichismo del título ha hecho mucho daño, y la raíz de todo no
está en la universidad misma, sino en la desorientación de los que concurren a las aulas.
Iniciada una carrera, se continúa por vocación o por inercia; ambos casos son los extremos de la
cadena, y los eslabones intermedios ofrecen pocos resultados positivos. Si las facultades forman
gárrulos, la culpa —exceptuando la parte que corresponde a la universidad— recae totalmente
sobre la sociedad. ¿Por qué se desprecian las profesiones manuales? ¿Por qué todo joven de la
clase media debe aspirar, como si fuera una obligación, a un título? ¿Acaso no vale más un buen
obrero que un mal profesional?
Estos y muchos otros interrogantes son el mea culpa de las no siempre justificadas pretensiones
hogareñas, fomentadas por el medio. Contra ellas debe combatir la enseñanza, y la Pedagogía
debe quebrar los estrechos límites de su definición filológica —la raíz griega del vocablo significa
niño—, para convertirse en una antropología
—educación del hombre— o, para abandonar los
términos pedantes, en una educación del pueblo. La primera parte de esta finalidad la cumplen la
educación preescolar y escolar; la segunda —siempre que estén reciamente apuntaladas por una
orientación profesional—, los institutos secundarios, universidades, escuelas-talleres, bibliotecas,
y toda clase de organizaciones de extensión cultural.

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