sábado, 15 de junio de 2013

ARQUEOLOGIA - La Edad del Bronce en las regiones del Mediterráneo

LAS TERRAMARAS Uno de los fenómenos característicos de la Edad del Bronce es el de las terramaras. Se trata de una nueva manera de realización (en un estadio cultural más avanzado y con la posesión de nuevas conquistas materiales y culturales) de las aglomeraciones urbanas que, bajo la forma de palafitos, conocemos desde el Neolítico. No aparecen, sin embargo, con la misma área de difusión, sino que tienen una distribución más restringida. Se les encuentra principalmente en la parte oriental de la llanura del Po, es decir, en el norte de Italia. El antiguo gran ducado de Parma presenta algunos bellos ejemplos, como la terramara de Castelazzo. En realidad puede decirse que todo el nordeste de Italia sufre, en mayor o menor grado, su influencia, dando lugar a la formación, para algunos arqueólogos, de una verdadera cultura palafítica alpina, más evolucionada que la de la época Neolítica precedente. Sin embargo, no tenemos pruebas como para suponer que las terramaras procedan directamente de las agrupaciones urbanas neolíticas sobre pilotes. Por el contrario, tanto el plan general de sus construcciones, así como la técnica constructiva misma, al igual que la cerámica y numerosos objetos metálicos nos demuestran que se trata de dos tipos semejantes de construcción, pero que no proceden el uno del otro. Ese conjunto de elementos marca, más bien, como indica Hoernes, que se trata de una invasión de gentes de la Europa central (por vía de Hungría, Bohemia, Alemania central e Italia del norte. En efecto, la terramara es una forma constructiva ideada para un país de pantanos e inundaciones, como lo es toda la zona de tierras bajas de la comarca del Drave, en el primero de los países citados. Naturalmente, las regiones pantanosas de la Italia del nordeste, al plantear el mismo problema hace recordar a los invasores cómo lo habían resuelto sus antepasados. Y la necesidad restablece el tipo de construcción empleado en la tierra de origen. Estas meras conclusiones arqueológicas tienen una gran importancia en el terreno de la moderna etnografía europea, pues demuestran que la raza itálica es el resultado de la mezcla de los habitantes autóctonos con este substratum invasor. Dichas terramaras son aglomeraciones urbanas formadas por reuniones de viviendas vegetales, construidas sobre pilotes en terrenos originariamente firmes; pero sobre los cuales se derivan las aguas de algún río cercano para crear un ambiente pantanoso que asegure la defensa. El plan general del pueblo afectaba una forma de cuadrilátero irregular. Una calle principal dividía a todo el poblado en el sentido de su diámetro mayor, permitiendo el tránsito y la comunicación más importante. Las casas quedaban muy próximas unas a las otras, salvo las que daban directamente a esa vía, pues los recintos no eran muy grandes y había necesidad de aprovechar la superficie. Sin embargo, se reservaba un buen trozo para un edificio principal, aislado dentro del perímetro urbano, del que se lo separaba por un foso. Indicios arqueológicos permiten suponer que era residencia de las autoridades y, acaso, lugar de culto y de importantes ceremonias públicas. Este plan de aglomeración urbana es singularmente importante, desde el punto de vista histórico, por haber constituí-do la célula originaria de la arquitectura político-militar romana. Si examinamos la disposición de un campamento romano primitivo advertiremos su singular similitud con una terramara. Agréguese, como lo han hecho notar numerosos autores, que el sacerdote romano era llamado pontifex, es decir, constructor de puentes, lo que da un indicio de la importancia de una arquitectura basada en los problemas vinculados con la hidráulica. Esto es perfectamente lógico, si atendemos a la peculiar conformación de la hidrografía de aquella península. Cabe señalar, finalmente, que la arquitectura mortuoria estaba íntimamente relacionada con la urbana. Las necrópolis eran como una reducción de las terramaras. En ellas se enterraba por incineración, lo cual permitía reducir considerablemente las dimensiones de esos recintos funerarios. En ellos se acumulaban las urnas, por calles (y, a veces, por pisos), formando una especie de pueblo en miniatura. Estas urnas pequeñas contenían las cenizas del muerto. Su confección era muy sencilla, así como su forma y decoración. Se trataba, más bien, de vasos puramente utilitarios, exentos de las complicaciones rituales que más tarde sobrevendrán con otras culturas.

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