martes, 23 de abril de 2013

FILOSOFIA - La filosofía del Renacimiento

La época del Renacimiento no fue un mero retorno a la literatura y plástica de la Antigüedad. Trajo consigo una vasta renovación de la existencia humana, una nueva concepción del mundo y de la vida: con Maquiavelo se lanza una atrevida doctrina de la Sociedad y el Estado; Lutero pide una tradición de libertad, en las relaciones del creyente con la Iglesia; Montaigne predica una concepción más mundana de las relaciones morales del hombre, y Copérnico y Galileo, Descartes y Bacon, emancipan la ciencia y la filosofía de su concepción medieval. El retorno a la Antigüedad y la conciencia del progreso fué lenta. Ya a través de toda la Edad Media había circulado un movimiento de tradición clásica; el latín era la lengua oficial; el trivium y el cuadrivium, herencia del helenismo; la escolástica se documentaba en Aristóteles; pero ahora la cultura grecorromana se hace objeto de una nueva valoración; se la estudia y comprende con un espíritu muy diferente: ya no se ve en ella un recurso aprovechable para educar en los dogmas de la religión cristiana; se la admira en su intrínseco valor, como floración de una época, no sólo no superada, sino ni siquiera igualada. Con parecida actitud a la de Sócrates y los sofistas, los hombres del Renacimiento se sienten individuos independientes y libres; quieren admitir de la tradición medieval sólo lo que puede exhibir sus credenciales de verdad objetiva; se engendra en ellos una alta conciencia de su propio valer: la fe y la obediencia, la renunciación y la humildad, se truecan en orgullo y osadía, voluntad de poder y de aventura. No ha sido fortuito, dice W. Windelband, que al lado de París, los centros de la vida intelectual se multiplicaran cada vez más. Si ya antes Oxford había adquirido propia importancia como ho gar de la oposición de los franciscanos, ostentan ahora vida independiente por supuesto Viena, Heidelberg, Praga, después las incontables academias de Italia y, al fin, las universidades de la Alemania protestante. Pero desde luego, gana la vida literaria, gracias al descubrimiento de la imprenta, tal extensión y un desarrollo de tal suerte ramificado, que acaba por desprenderse del rígido nexo de escuela, rompe las cadenas de la tradición erudita y se traduce en el surgimiento autónomo de las personalidades. De esta guisa llega a perder la filosofía su carácter gremial, y se convierte, en sus mejores creaciones, en libre actividad de los individuos; busca sus fuentes en toda la amplitud de la realidad, y se presenta también, públicamente, con la vestimenta de las modernas lenguas nacionales. En circunstancias tales, entra la ciencia en un agudo estado de fermentación. Dos milenios de viejas formas de vida espiritual parecen sobrevividos. Un apasionado afán de renovación, aún oscuro, mueve a los espíritus, y la excitada fantasía se adueña de este ambiente. Se llevó a la filosofía toda suerte de intereses de la vida terrena: el prepotente desarrollo de la vida política, el rico acrecentamiento de la cultura externa, la difusión de la civilización europea en las otras partes del planeta; no menos que la alegría mundana del arte recién aparecido. Y esta viva muchedumbre de nuevos hechos hizo que la filosofía ya no se sometiera preferentemente a ciertos intereses; que, más bien, acogiera en su seno a todos, y con el tiempo retornara a las libres faenas del conocimiento, al ideal del saber por el saber mismo.

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