martes, 14 de mayo de 2013

FILOSOFIA - La filosofía en el siglo XX

LA FILOSOFIA NEOKANTIANA Y NEOHEGELIANA LA ESCUELA DE BADEN. - Hacia la misma época que Cohen fundaba la Escuela de Marburgo, creó GUILLERMO WINDELBAND (1845-1915) la Escuela de Baden. Para esta escuela la filosofía es una teoría comprensiva de los valores de la cultura. Comparte, empero, con la Escuela de Marburgo la actitud antimetafísica y el uso sistemático del método de la reflexión trascendental. Al lado de Windelband (Preludios; Introducción a la Filosofía; Historia y Ciencia Natural; Historia de la Filosofía...) figuran EMILIO LASK, BRUNO BAUCH, RICARDO KRONER, y sobre todo ENRIQUE RICKERT (1863-1936), El objeto del Conocimiento; Los Límites de la conceptuación científico natural; Sistema de Filosofía). "Entender a Kant, significa superar a Kant", dice Windelband. La tarea de la filosofía debe ser completar los grandes rendimientos de Kant. En la metodología y lógica de las ciencias hay que establecer un distingo radical. Existen dos clases de ciencias: las nomotéticas y las idiográficas (culturales). Las primeras descubren leyes: las segundas describen y explican hechos particulares. El método de la historia discrepa esencialmente de la investigación naturalista. El fin supremo de las ciencias naturales generalizadoras es aprehender en el menor número de conceptos ordenados un sistema unitario de fenómenos. La física, la química, la biología y la astronomía, entre otras, van en pos de la conquista de leyes causales de validez incondicionada. Otro es el método de la historia. Aquí se busca lo cualitativamente diferente, lo singular. Las ciencias naturales generalizadoras transforman las semejanzas de su material en identidades. Ahora bien: como la matemática opera con unidades homogéneas, para esa clase de ciencia — las naturales generalizadoras "saber es medir". En la historia, en cambio, se trata de comprender lo heterogéneo. "La historia nunca se repite", dice el viejo adagio. Pero sería absurdo creer que la historia no se sirve de conceptos generales para cumplir su tarea: la descripción y explicación de los bienes culturales. Todo historiador emplea conceptos para narrar los acontecimientos singulares. Para elaborar la historia del arte griego, por ejemplo, echa mano de multitud de conceptos de carácter general. Desde luego, parte de una idea general de arte, de arquitectura, pintura, etc. Para describir el origen del cristianismo, recurre a nociones como religión, rito, etc. La historia, desde este punto de vista, sigue el camino inverso de la ciencia natural. Esta última se eleva inductivamente, de lo particular a lo general; la historia, a la inversa, parte de lo general para descender a los hechos singulares. Puesto que el designio de la historia es describir y explicar los bienes culturales, se comprenderá que los conceptos de que se sirve el historiador, en sus descripciones, sean nada menos que los valores de la cultura (verdad, belleza, bondad, utilidad, santidad, etc.). La lógica de la historia llama avalorar a este mecanismo, merced al que se distingue el bien cultural del que no lo es. Gracias a los valores puede el historiador discernir entre hecho natural y hecho cultural, pues la cultura es lo dotado de valores, la portadora de valores. Avalorar, en suma, es el método que, partiendo de los conceptos de valor, determina qué acontecimientos (costumbres, instituciones, ritos) merecen el nombre de bienes culturales. El historiador no tiene por tarea decir lo que son los valores mismos —semejante investigación es faena filosófica—; se limita a recibir estos conceptos; sólo los aprovecha en sus elaboraciones. Avalorar es algo distinto de valorar. Esto último significa fijar positiva o negativamente lo que sean los valores. Avalorar, en cambio, quiere decir que tal o cual hecho es portador de valor; avalorar es referir a valores. El método avalorativo de la historia "permite al historiador reconocer las personas, las colectividades y los acontecimientos que han tenido importancia en la evolución de la cultura. No necesita para ello valorarlas positivamente o negativamente. Lutero, por ejemplo, es importante para los historiadores protestantes, como para los católicos, por muy distinto que sea el juicio que les merezca. (Si en efecto intentan valorarlo.)" La filosofía de los valores no sólo presenta una serie de ciencias fundamentales; también ofrece, enseña Rickert, un sistema de ellas. La base de este carácter del conocimiento filosófico, se encuentra en la jerarquía propia de los valores culturales a la vez que en su clasificación. El valor es el acto de preferir, cuyo cultivo conduce a un grado de perfección humana. Determinar este grado de perfección que los valores son susceptibles de incorporar a los bienes de la cultura es determinar su jerarquía. Se pueden distinguir tres de estos grados. Existen valores que dan lugar a bienes cuya perfección se encuentra en un futuro perenne. La ciencia y la moralidad son bienes culturales de este linaje. Ni el conjunto de los conocimientos científicos siempre creciente, ni la vida moral del pasado y presente, históricamente determinable, son formaciones de la cultura que se hayan realizado en forma perfecta. Respecto a la ciencia, se ha observado que a medida que conquista nuevas verdades se propone más y más problemas. Las cuestiones por resolver de los investigadores contemporáneos son incomparablemente mayores que las que se propusieron el siglo pasado y sin disputa superarán en número las que tengan ante sí en los siglos venideros. Esto no quiere decir, por otra parte, que la ciencia no se perfeccione. Tal vez ningún territorio de la cultura como éste ostente un continuo progreso. Descubrir un problema es ya avanzar en la tarea infinita de la investigación. El valor ético fundamental de la bondad preside un bien de la cultura que tampoco ha logrado la perfección. La moralidad tiene como desideratum una comunidad de hombres buenos; y esto tan sólo se ha realizado alguna vez en el pensamiento de las utopías de poetas y visionarios. La moralidad y la ciencia son, pues, bienes del futuro. Pertenecen al primer grado de la perfección, que se ha designado de la totalidad infinita, ya que la tarea total de ciencia y moralidad es interminable, infinita. El segundo grado de perfección aparece en los bienes culturales del arte y las relaciones amorosas. Se ha dicho que en cosas de arte, la obra maestra es igual a la obra maestra. Semejante afirmación es rigurosamente exacta. Demuestra poca penetración estética suponer que la Iliada supere en belleza a Don Quijote, o que la dramática griega desmerezca, artísticamente hablando, ante la producción de Shakespeare. Y es que estos bienes particulares han realizado plenamente la belleza. Lo mismo puede decirse de las relaciones amorosas. El valor felicidad se logra íntegramente cuando, por ejemplo, la inclinación hacia el prójimo se corresponde con la entrega del ser amado. La perfección de las obras de arte y de las uniones amorosas se alcanza por modo completo en el instante en que se realizan. Arte y erótica son bienes del presente. Pero ambos igualmente no aspiran a una totalidad ni a una infinitud. Sus bienes son objetos particulares y finitos aunque de un incomparable valor. Por estas razones se ha llamado particularidad finita al grado de perfección que logran las obras maestras del arte y las uniones amorosas. Un tercer grado de perfección tratan de alcanzar los valores trascendentales de la religión y de la mística. El hombre que busca estos valores no aspira a bienes del presente ni a bienes del futuro; su desideratum arraiga en bienes de eternidad, ausentes de toda peripecia temporal: la contemplación de Dios. A través de la santidad se desea un estado de beatitud imperecedero, eterno. Pero si bien este estado habría de superar toda medida del tiempo, no por eso implicaría el trabajo perenne de la ciencia y de la moralidad; no tendría esta tarea infinita; sería un estado de reposo, de plena tranquilidad. Esta última circunstancia ha conducido a llamar a este grado problemático de perfección totalidad finita. En lo que concierne a la clasificación de valores y bienes culturales, conviene tomar dos puntos de vista sucesivamente con vistas al sistema de la filosofía. Hay ciertos núcleos axiológicos que se realizan en bienes culturales que son personas; otros, lo llevan a efecto en cosas. Los primeros, por otra parte, encarnan en una pluralidad de hombres; son personas sociales; los segundos constituyen, por no implicar la interacción humana, verdaderos objetos asociales. El valor felicidad, lo bueno de una acción y lo santo de una actitud humana, no pueden realizarse sino en personas. En cambio, la belleza se consume en cosas
(arquitectura, escultura, etc.). La realización de valores a menudo implica en el individuo que los vive, una acción que tiende a modificar o transformar los objetos y personas de su mundo circundante. Hay otras formas axiológicas, en fin, donde la persona no trata de modificar el medio en que discurre su existencia. El hombre en su vida moral influye siempre por medio de la acción sobre la conducta de sus semejantes, lo mismo que el hombre henchido de amor. Diferente actitud asume el individuo cuando trata de alcanzar un conocimiento de la naturaleza o de contemplar una obra de arte. En este último caso, no pretende transformar lo que le rodea; se limita a captar los hechos que se le ofrecen. La primera actitud podría llamarse actividad; la segunda, captación. Esto no quiere decir que en toda vivencia de valor el sujeto no tenga alguna actitud determinada: al contrario, toda participación en la cultura implica una especial manera de comportarse. En la vida moral esta actitud subjetiva es la conducta autónoma; en el arte, la contemplación; en la unión amorosa es ya una suerte de inclinación, ya una especie de entrega. En íntima relación con la actitud subjetiva que se guarda frente a los bienes de la cultura se encuentra la idea de la concepción del mundo. Esto último significa aquella peculiar manera de estimar (valorar) las muchas actividades que lleva a cabo el hombre. Hay quien sostiene sobre estas cosas que el arte es lo más digno en la vida, como hay quien declara que ese rango de valor lo merece la ciencia o la religión. En general toda sobreestimación de un territorio de la cultura conduce a una concepción del mundo parcial, o como también se dice, unilateral. Se descubren diversos tipos unilaterales de concepciones del mundo. El intelectualismo, el esteticismo, el erotismo, el teísmo, son peculiares formas de sobreestimar la verdad, el arte, el amor, Dios.

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