viernes, 29 de marzo de 2013

FILOSOFIA - La filosofía patrística

La invasión de los bárbaros estuvo a punto de destruir la cultura grecorromana. Los rudos vencedores no poseían la sensibilidad bastante para comprender las sutiles creaciones del arte y la ciencia griegos. Incluso para el derecho, el más grande rendimiento de la civilización imperial, carecieron los hombres del Norte de la necesaria preparación. Por ventura, una nueva fuerza espiritual, que ganó muy pronto la confianza de los pueblos recién llegados, supo y pudo salvar para el futuro los tesoros de la cultura, en esta época turbulenta. Tal fuerza fue la Iglesia cristiana. Sin poseer aún el gusto para el arte, ni la capacidad conceptual para la filosofía, honda y fácilmente comprendieron y sintieron los germanos la prédica del Evangelio. Enternecidos con la pureza y dulzura, la piedad y misericordia de la caridad cristiana, lloraron con lágrimas amargas la crucifixión de Jesús. Cuando se refiere a Clodoveo la tragedia del Calvario, prorrumpe ingenuamente conmovido: "¡No haberme encontrado allí con mis cien mil hombres!". Sólo por la vía religiosa pudo educarse a los nuevos pueblos; sólo de la mano de la Iglesia pudo llevarse a los nuevos hombres a la escuela de la Antigüedad; lo que dio por resultado que, de inmediato, únicamente se aceptaran aquellas ideas y enseñanzas concordes con los dogmas de la Iglesia en formación. Hubo de pasar mucho tiempo para que, en este proceso de asimilación de la cultura grecorromana, se pudieran ponderar en todo su valor las grandes creaciones de ésta, y, sobre ellas, se erigieran las nuevas conquistas, en los Tiempos Modernos. Puede decirse que la Edad Media ha recorrido inversamente el camino que los griegos habían andado en los dominios de la cultura. En Grecia se originó la ciencia y la filosofía del placer intelectual y estético (el saber por el saber) y sólo después se fue poniendo, paulatinamente, al servicio de las necesidades prácticas, de las exigencias morales, de las ansias religiosas. La Edad Media inicia su marcha con la idea de una consciente subordinación del conocimiento a los grandes objetivos de la fe y del dogma; ve en la ciencia, desde luego, sólo la faena del intelecto para expresar conceptualmente lo que posee de manera cierta en sentimiento y convicción religiosa. Pero en medio de este esfuerzo, despierta, insegura y tímidamente al principio, de modo firme después, el placer por el propio conocimiento; de pronto, se desarrolla en forma incipiente en territorios que parecían encontrarse más lejos de los dogmas intocables de la fe, y, al fin, se abre paso otra vez, victoriosamente, cuando se empieza a deslindar la ciencia, de la religión; la filosofía, de la teología.

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