jueves, 14 de marzo de 2013

PEDAGOGÍA - Formación del maestro

ESCUELAS EXPERIMENTALES DEL "TEACHERS COLLEGE" 1) HORACE MANN SCHOOL. Situada en el campus de la Universidad de Columbia. Sirve para la observación de los alumnos y la experimentación de los métodos. Tiene un jardín de infantes, una escuela elemental de seis grados, para niños de ambos sexos, con dos clases al aire libre, sobre la terraza de la escuela, y una High School (escuela superior) para niñas, con seis grados. 2) SPEYER SCHOOL. Escuela organizada por el Board of Education de Nueva York, con la colaboración del Teachers College. Atiende principalmente a la enseñanza cívica (formación del ciudadano). 3) THE LINCOLN SCHOOL. Fundada en 1917 por la iniciativa privada y respaldada por el Teachers College, su fin es hacer un ensayo experimental con objeto de formar ciudadanos, no sólo más instruidos sino también más capaces de cumplir sus deberes en la vida. Si el maestro ha de atender a la conducta total del alumno incitándole a cumplir nuevos actos morales, a crear nuevos sentimientos estéticos, a pensar nuevos juicios científicos, necesita algo más que esa vaga cultura general que recibe en las escuelas normales o en los institutos de segunda enseñanza de Europa, con excepción de Alemania. Al médico, al abogado, se le exige una preparación profesional técnica que dura seis años. Al maestro, en cambio, le bastan unas cuantas nociones de geografía, historia, etc., como complemento de los conocimientos que recibió en la escuela primaria, para hallarse en posesión de un título que le capacita nada menos que para transformar la sociedad. Lo que no recibe en preparación técnica adecuada se le da, eso sí, en calificativos pomposos. Todos hablan de la excelsa dignidad del magisterio, de su divino sacerdocio; él mismo llega a creer que su profesión es algo superior y extrahumano distinto y extraño a las demás profesiones de los otros hombres. Y esta distancia entre el nombre y la mezquina realidad que encierra, produce inevitablemente, la enfermedad que, desde Montaigne, tiene un nombre clásico: se llama pedantería. Se cree que al maestro le basta una ligera introducción a las ciencias para enseñar a los niños los conocimientos elementales. He aquí el error. Lo elemental de cada ciencia es lo fundamental, lo esencial de ella; y para exponerlo con sencillez se necesita dominarla, ascender hasta un alto en el camino desde el cual pueda verse con claridad el punto de partida. Los maestros tienen que hacer su formación en la universidad como los demás profesionales de la cultura, como los demás hombres que siguen profesiones liberales; no son más que ellos, pero tampoco menos. Visitando las escuelas de los maestros que han alcanzado en el mundo un mayor dominio del método, aprenderán lo que no pueden aprender en los libros: aprenderán a hacer, haciendo. Que busquen aquí y allá la huella que ha ido dejando el esfuerzo de unos hombres ignorados en la labranza espiritual; que aprendan a ver con ojos serenos, limpios de preocupaciones bastardas, las cosas que se les aparecen como extrañas; que admiren a los hombres que las han ideado; que al contacto con alguna personalidad selecta se revele la suya propia. Pero aquel mínimum de genialidad que el maestro necesita para ganar la confianza de las almas jóvenes y despertar en ellas el anhelo de conquista de un mundo insospechado, no se adquiere en la escuela normal, ni en la universidad, ni en los viajes por el mundo. He aquí la tragedia de nuestro oficio. El médico, el abogado, el ingeniero, podrán llegar a ser, después de unos años de severa disciplina mental, técnicos hábiles de su profesión; el maestro no. Aquel arte exquisito, imponderable, que se revela en el gesto, en el tono de la voz, en la mirada, en la emoción, en la gracia atractiva que no se sabe bien de dónde emana pero que cautiva al alumno y que soluciona, con sólo la virtualidad de su influjo, esos graves problemas de la disciplina, de la autoridad, de la atención, a los que la Pedagogía dedica tantas y tantas páginas. La función del maestro como la del poeta, es esencialmente artística y requiere para ser producida con cierta plenitud una íntima originalidad que no se consigue con elementos de cultura recibida en los libros. Es algo más interno e inasequible. La nueva Pedagogía tiene que internar su arado en ese campo todavía sin labrar. Ver cómo y hasta dónde puede ayudar la ciencia de la educación al que pretende ser maestro a fomentar o descubrir ese mínimum de originalidad que le exigen sus tareas, es lo primero que tienen que resolver nuestros psicólogos investigadores. En nuestros días se ha dado un gran avance en la metodología de las ciencias. Se ha llegado a determinar con bastante precisión la manera más adecuada de enseñar las matemáticas, la geografía o la historia. Ahora hay que inventar el método de producir ese arte que forme al maestro que ha de merecer tal nombre. Sin él, será un repetidor, un instructor, un aleccionador, un profesor: no un maestro. No basta con que las nuevas tendencias de la escuela única digan al maestro: "Tú eres igual que el catedrático de universidad". No; con eso se habrá dado respuesta a una legítima aspiración social y económica. Pero no se habrá añadido un ápice al valor sustantivo del maestro, que por serlo es algo bien distinto del catedrático universitario y del investigador científico. El catedrático investiga y crea la ciencia; el maestro forma al hombre. La función del maestro, dice Condorcet, exige en él carácter, dulzura y firmeza, paciencia y celo, bondad y dignidad; pide en él, espíritu de exactitud y firmeza, flexibilidad y método. Es la del maestro una de esas profesiones que piden de un hombre le consagre su vida por entero, o por lo menos gran parte de ella.

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